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El corazón

La noche ha llegado. El bullicio incesante de la ciudad ha concluido. Lejos está el ruido de las bocinas, las conversaciones en la calle, la personas trabajando. La calma llega a la ciudad y a mí. Respiro al mismo ritmo que ella. Nuestros latidos apenas se escuchan. Somos un uno.

Delante mi reposan con la misma calma, hojas de papel ansiosas por devorar palabras y el bolígrafo que les alimentará, una cajetilla de cigarrillos John Player blanco por estrenar y una botella de Marqués de Cáceres recién descorchada. La trompeta de Miles Davis, con tan bajo volumen, apenas es perceptible. Pero aún así su melodía acaricia mi alma con especial dulzura como un pañuelo de seda rojo sangre sobre mi piel. Kind of Blue se llama el disco, Flamenco Sketches la canción.

Es curioso, desde hace mucho tiempo que no enciendo un cigarrillo. No lo hago por la adicción de la nicotina o el efecto tranquilizador que puede otorgarme el aspirar el cancerígeno humo del tabaco. Lo hago para, como en antaño, organizar mis ideas. En cierto modo, al realizar la primera calada, la tormenta de mis pensamientos se disipa. El caos se convierte en orden. Con lo que puedo apilar mis problemas, inquietudes, recuerdos… en el orden que yo desea. Categorizarlos, darles nombre, buscarle solución. De una forma u otra, el cigarrillo solo es una escusa para intentar que mi mente pueda respirar en paz.

Una vez más me encuentro, al igual que cientos de veces antes, en calidad de paciente y psicólogo. Soy quien, con sardónica mirada, contempla al enfermo retorcerse de problemas prosaicos y triviales que poco me importan. Anoto con hastío en mi libreta las miserables desventuras de alguien quien pide a gritos un estímulo. Y soy quien, acostado en un diván, relata, buscando complicidad y compasión de cualquiera, las angustias que creo que son demasiado trascendentes entre los problemas del mundo. Mientras clamo a gritos, con lágrimas de impotencia en los ojos, que éste gire a mí alrededor y se compadezca de mí.

La hora de terapia finaliza, mientras el cigarrillo va por la mitad, y ya los problemas de mi vida han sido identificados. Con especial diligencia, busco soluciones para cada unos de ellos. A cada carpeta le añado, como nota final, cual es la panacea de mi enfermedad. Identifico, anoto, etiqueto y archivo. Una y otra vez repito el proceso para cada uno de mis pensamientos. Mentalmente ordeno el desastre de años. Limpio el polvo, abrillanto cada esquina, cada rincón. Miro satisfecho el resultado de mi limpieza. Me doy unas palmaditas en el hombro y cierro la puerta con anhelo de que al cumplir otro año este cuarto, un universo de contradicciones, este igual de inmaculado.

Al acabar, hago el balance general. Listas mentales de pros y contras de mis objetivos, metas y decisiones tomadas y por tomar. Listas mentales de todo lo que hacer y el tiempo que tardaré en conseguirlo. Listas mentales de objetivos a corto, medio y largo plazo. Listas de ganancias y pérdidas en todas las decisiones de varios años. Es agotador y apenas me queda un cuarto de cigarrillo. Pero me esfuerzo. Trato de ser objetivo, estricto, perfeccionista. Evito a toda costa auto compadecerme. Me digo la verdad y me recrimino por los mediocres resultados de tanto tiempo de dejadez. El sermón que me suelto resuena por todos confines de mi cabeza. Soy cruel, pero me lo merezco. Puedo hacer más y lo sé.

Abro los ojos y el cigarrillo se ha acabado. He logrado enfrentarme a quien es mi mejor aliado pero a la vez mi peor enemigo. Aliviado y suspirando me sirvo una copa de vino y me pregunto por qué no había hecho esto desde hace tanto. No entiendo por qué había dejado ser la víctima del sádico trío sopor, letargo y apatía. Quizá me odiara a mi mismo o quizá no encontraba un estímulo para vivir. No lo sé y tampoco importa. Solo sé que esto me lo debía desde hace tiempo. Organizarme, mentalizarme, darme la ruta a la cumbre, ese es mi regalo. Alzo la copa al aire y digo en voz alta, para mi propio deleite, feliz cumpleaños José. Bebo toda la copa.

Enciendo otro cigarrillo, esta vez para auto complacerme. Vuelvo a entrar dentro de mí sin miedo de esperar otra confrontación. Si hago todo bien, dicha confrontación no será más nunca necesaria. Accedo con ansias adolecentes a donde reside mis sentimientos; el corazón. Me encuentro con la sorpresa de que la maquinaria se ha puesto en marcha después de tantos años en desuso. Me he vuelto a enamorar, pensé. Así que es por esto por lo que he vuelvo a la vida, digo para mí, por el amor. No toco nada, dejo que el mecanismo marche sin trabas ni contenciones. Quiero dejarme llevar por mis sentimientos. Poco importa si son demasiado intensos, si llegan a ser muy placenteros y felices o muy tormentosos y dolorosos. Ellos son los que me indicarán de ahora en adelante si estoy vivo o no, si estoy en coma o despierto.

Se acaba el segundo cigarrillo. Tiró los que quedan a la basura. Me sirvo otra copa de vino y me acerco a la ventana a contemplar mi ciudad que descansa serena de un día entero de esfuerzo. El brillo de la luna se refleja en los cristales de los edificios. Su resplandor dota de un toque onírico a las calles. Lo que antes era tinieblas ahora es luminiscencia. La leve brisa veraniega me invita a explorar todo aquello que está más allá del horizonte. No me lo pienso. La llama en mi interior, avivada por un corazón que vuelve a rugir apasionado, me convence de no perder un minuto más estando inmóvil. Me siento fuerte como un oso, me digo. Me marcho de aquí pensando que solo me resta buscar a mi amada, perderme en su cuerpo, perderme en el mundo... vivir la vida.

Vivir mucho y vivir con gusto es vivir por dos y fruto de la paz
Baltasar Gracián. Oráculo Manual

Vivir es sentir la vida; es tener sensaciones fuertes.
Henri Beyle, llamado Stendhal. Del amor

El sentir

Abro los ojos y la luz me empaña la vista con el cegante resplandor del amanecer. La zozobra es menor cada día, pero queda la suficiente para preguntar al aire si hoy sentiré algo. Al no oír respuesta me reclino en la cama voy al epicentro de mis tormentos. Pienso en quienes conozco y en la cuantía de mi aprecio por ellos. Pienso en sus problemas, en sus necesidades, sus virtudes y debilidades. Me detengo en cada uno de los actos que hemos vivido. Adelanto y retrocedo los fotogramas que componen las escenas de nuestros recuerdos. Revivo en mi mente el momento y analizo mis reacciones. Entonces me sitúo en escenarios distintos. Cambio el hilo argumental de mis recuerdos. Pongo distintas frases en la boca de mis compañeros de rodaje, y les doy distintas máscaras de sentimientos. Observo entonces la nueva escena, vuelvo a analizar mis reacciones.

Siempre son las mismas, inertes e insulsas. No cambian aunque altere tanto la historia de lo transcurrido para hacerla irreconocible. No siento compasión por sus desgracias. No esbozo sonrisa por sus alegrías, ni siquiera siento envidia. Mi empatía por ellos y por todos en general es cada más exigua. Simplemente no les entiendo. Inexorablemente me alejo cada vez más de mis semejantes.

Al saber que poco a poco les dejo atrás, no soy capaz de discernir si estoy ascendiendo o descendiendo. Tampoco siento nostalgia por ellos, ni angustia por la llegada de la soledad. Solo me quedo sentado aquí anhelando, con la etérea humanidad que me resta, que esto sea transitorio. Si no es así, tampoco me importa. Ya que cuando no sientes nada, todo da igual. Incluso vivir en desdicha, porque entonces no me reportará dolor.

Las seis palabras

En el blog de Jaki esta semana se publicó un artículo que viene a ser un juego de escribir un relato que incluya seis palabras (cine, viaje, amor, literatura, sexo y vida). Me quise animar pero, por una extraña razón, el juego solo es para mujeres. Pero como tanto hombres como mujeres pertenecemos a la misma especie. Y ya que nada nos diferencia (excepto los valores socio-culturales que hemos creado, que nada tienen que ver con nuestra condición de humanos) decidí sumarme al juego sintiéndome invitado también.

Así pues. Aquí esta, para vosotros, el relato de las seis palabras.

Si alguien me hubiera dicho que hoy me perdería en medio del desierto atraído por la esquiva alucinación de una mística mujer deslizándose abajo en una duna mientras mi recién adquirido Dodge Challenger negro está mal salvaguardado entre unos arbustos a la orilla de la carretera, le hubiera sugerido que visitara un psicólogo y me dejara en paz.

Seguramente esa frase suene a tópico de cine. Aquella típica expresión que precede el mismo argumento de cientos de películas: el protagonista nos recordará como llego a tal situación y luego nos mostraría como sale de ella. Seguramente reconocer que caes en un tópico también se ha convertido en un tópico hoy en día. Porque en eso se ha convertido la vida y el existir, en un cúmulo de tópicos que lo cuentan todo pero que ya no valen nada.

Si no es así, cómo me explica alguien que un hombre trabaje durante años, sin establecer contacto con nadie, día y noche para comprarse un Dodge Challenger negro. Y luego intentar cruzar el país de costa a costa, sin ningún objetivo ni metas establecidas. Para poco después abandonarlo y adentrarse, con apenas suministros, en la matriz del desierto esperando ver como se materializa la alucinación de una mujer que solo se detuvo en su retina por un instante mientras conducía.

Qué lleva a un hombre que ha ignorado a millones de almas durante toda su vida a seguir, con tal ofuscación, a través de la aridez e inhóspita nada a alguien que no significa nada más que el anhelo de un contacto inexistente. Por qué ese hombre se embarca en una empresa sin futuro. Qué me impulsa a desear morir en medio del desierto.

Yazco en el pie de una duna cubierto de arena sintiendo que el tiempo se mofa al no moverse. El férvido sol arrasa mi mente que apenas puede respirar. Mis pensamientos son arrastrados por el viento que silba complaciente a mí alrededor arrullándome y consolándome. Dándome a entender que esta es mi parada final, el fin del viaje.

La noche llega y ella no espera nada de mí. Con extremo amor calma mi calor y retira de mi cabeza la corona de espinas de mis tortuosos pensamientos. Se lleva todo lo malo de mí y con ello me deja vacio. Ya no echo de menos mis recuerdos. A pesar de la fatiga y la sed no me siento abrumado por el desespero. Arropado por la arena y con el beso de la luna en la frente ladeo mi cabeza y cierro mis ojos deseando dormir eternamente.

Las estrellas se turnan sobre mí, cuidando mi sueño y compartiendo conmigo historias atemporales que enaltecen mi espíritu. Historias sin principio ni fin, imposibles de explicar con el arte de la palabra. Un género de la literatura que jamás llegará al conocimiento humano, simplemente porque no lo comprenderíamos pero que de igual manera nos colmaría de convicción.

El frío muy lentamente, para evitar que me duela demasiado, va conquistando los terrenos de mi piel. Suspiro mientras sus manos se va apoderando, con ungida dulzura, de mis extremidades cercenándolas centímetro a centímetro. No me resisto, ni siquiera me estremezco, ante el encanto de morir en manos de tan diestro y afectivo amante.

De repente, siento que alguien coge el relevo. El frío comienza a ceder ante un vehemente ardor que se apodera de mí con furia. Despierto, buscado entre la penumbra el motivo de tal fulgor e incrédulo veo como ella se había materializado por fin. Su rostro no traspasaba el umbral de tinieblas que precede al albor. Solo podía ver el brillo de su pelo y su desnuda piel sudorosa mientras se ella se meneaba frenética besando mi sexo. Sentía que de un momento a otro iba a morir ante una sensación similar a quemarse vivo. De un resoplido ella apartó la duna que estaba a mi espalda y se sentó sobre mí. Al penetrarla se empezó a contorsionar y aullar de forma violenta. Con cada embestida, con cada grito el cielo se movía y la luz del amanecer vencía a la oscuridad con igual intensidad. Subyugado ante tal pasión sentía como perdía el juicio. Sus arremetidas cambiaban mi interior dejándome irreconocible. El placer era tan intenso y hostil que me arrastraba a la locura. Mis alaridos comenzaron a unirse a los suyos.

Entre estados de conciencia e inconsciencia logré acabar. Justo después de eyacular, quedando sin energía pero conservando ese calor tan exclusivo, sentí como ella me abrazaba y cargaba conmigo mientras el sueño regresaba e irremediablemente se volvía a apoderar de mí.

Al despertar estaba bajo la sombra de unos arbustos y a mi derecha mi bestia negra continuaba esperándome. Exhausto me levanté y me di cuenta que estaba desnudo. Donde yacía había un colchón de pétalos blancos de onagras de las dunas. Por esta zona a esa flor también le llaman el farol del diablo. Sin detenerme demasiado a pensar en ello busqué a mí alrededor las llaves del coche. Pero no había nada, excepto los pétalos que comenzaba a marcharse con el viento. Con una piedra rompí una luna y cogí las llaves de repuesto que el vendedor me había recomendado que guardase en casa. Pero si no tengo casa, pensé en su momento. Y bien que me hizo no tenerla, pienso ahora. Abrí el maletero y bebí casi por completo un garrafón de cinco litros de agua, el resto me lo eché por encima. Cogí ropa nueva, me vestí y me senté en el coche apartando antes lo trozos de cristal. -Perdona la herida-, le dije. Encendí el motor y me respondió con su habitual ronroneo. Suspiré de alivio y me recliné hacia atrás.

Pensé en lo que había pasado, en como el desierto, en cierto modo, me había purificado. Deseé entonces con toda mi voluntad que el mundo viniera a mí. Para quizá trasmitirle, aunque sea un poco, el calor que ahora se remueve en mi interior. Cerré los ojos y apreté con fuerza el volante. La espera se torna insoportable. El silencio comienza a desesperarme. El bochorno me estrangula. El mundo no llega a mí.

La droga

a blanca e impoluta hoja de papel se mostraba irreverente y desafiante ante mí. No sabía qué escribir. Cómo definir nuestro amor, en qué criterio me basaría. Acaso ha existido algo parecido al conjunto de sentimientos que hemos compartido. Y, aunque sea capaz de reflejar en el papel aunque sea una ínfima parte de la más esquiva y gratificante sensación. Acaso sería capaz, con todo mi esfuerzo, de quebrantar un solo eslabón de la cadena que me ata a la placentera condena de haber sido suyo y ser así libre.

Así pues, la noche llega. La oscuridad siempre es complaciente y taciturna, solo escucha mis lamentos. Soy yo quien intenta domar mi tormento. Se acumulan, arrugadas las hojas a mí alrededor escondiendo entre cada uno de sus pliegues la tenaz amargura, fruto de la ansiedad y desespero por saciar la adicción que provoca en mí su cuerpo.

Otro trago, otro cigarrillo. El whiskey y el tabaco, irónicamente, me recuerdan cuan fútil es mi intento por abandonar la cordura. A pesar de la vehemencia con que bebo y fumo, no puedo embarcarme en la embriaguez de catártica amnesia. No existe nada que despeje mi mente y me lleve al trance del olvido. No puedo arrinconar y desaparecer las dosis de placer que ella me ha ungido con solícita devoción, son estigmas aún candentes en mi interior.

Ni el enrarecido aire, ni la bebida esparramada sobre la mesa han manchado la última hoja de papel que estoica y jactanciosa me doblega con su blancura. Siento que he perdido la batalla, los estragos se notan mientras el albor penetra pesadamente en la estancia, humillándome al mostrarme los estragos de mi desvelo con su lento e inclemente caminar. No conseguiré mi libertad, jamás podré abstraer algo tan holístico para plasmarlo en mundanas palabras y desahogar este padecimiento. Forzosamente reconozco que sin ella o con ella siempre seré una ruina.

Cojo el bolígrafo y, consciente de que la sentencia ya está dictada, escribo, “tu amor es como una droga”.

Ya ha amanecido. El día siempre es implacable y ruidoso… Otro trago, otro cigarrillo.

Recipiente

l sonido del reloj retumba cada vez más fuerte. Lo suficiente como para hacer retemblar las sombras que me cobijan casi cariñosamente. El espacio entre el tic y el tac del reloj se hace cada vez más amplio. Tanto, que parece que el tiempo, jugando conmigo, se detuviera por completo. Mi mente carente de pensamientos contempla el segundero avanzar inevitablemente. Como si fuera su condena la de hacernos sentir cada vez mas viejos con su infinito y rutinario caminar.

–¿Te he hecho esperar mucho? –la suave voz de la mujer a la que esperaba pacientemente desgarró la inmaculada quietud de la habitación y, como si de magia blanca se tratase, ahuyentó aquellas sombras que poco a poco estaban asediando mis pensamientos.

–En absoluto. –respondí apático esbozando mi mas sincera sonrisa que, en mi caso, no de dejaba de ser una línea bastante exigua.

Pero ella rió. Sabia a la perfección que era lo máximo que mi irrisoria voluntad me permitía sonreír.

–Pues lo siento mucho, de veras. Estaba preparándome para ti. Ya me duché, me perfumé, me maquillé y me vestí con mi mejor lencería. Solo me falta peinarme, en un momentito estoy lista. –Su tono era coqueto, como el de una niña manteniendo una conversación con sus muñecas–. Siempre suelo hacerlo a pesar de que tú nunca me tocas. Ya sabes, el resultado del mismo rito, el de cada noche que me visitas, el que nunca se consuma. –Cambiando repentinamente de tono en sus últimas frases sonaba profundamente resentida. Como si negarme a su cuerpo, aún habiéndolo pagado, fuera la mayor de las deshoras. Curiosamente yo pensaba que debía representarle un alivio, ya que el hecho de no querer acostarme con ella le eximia de lo que para ella era trabajo.

Volví a sonreír, esta vez mirando hacia mi regazo sintiéndome avergonzado. En el fondo nunca me ha gustado hacer sentir mal a una mujer.

–Pero no importa, aún así disfruto de tu compañía. A veces me viene bien un poco de de charla, ¿sabes? La mayoría de los hombres que vienen a mi se sienten tristes y miserables. No lo demuestran porque en eso radica su hombría: en ocultar sus sentimientos. Pero yo puedo sentir, por como me poseen, por la rudeza de sus embestidas, sus jadeos e incluso por sus mudos llantos, que ellos están profundamente abatidos. Puedo ver como sus lánguidas almas lloran a cantaros por dentro. ¿Será un don lo que tengo? Dime Víctor ¿tu que opinas?

Escuchar mi nombre me resultaba incomodo. Siempre había renegado de él. Por costumbre me hacia llamar de diversas maneras y escuchar un nombre tan ajeno como el de Víctor me hacia sentir una fugaz añoranza. A decir verdad no sé porque le dije mi verdadero nombre a ella. Quizás sea que con gente como ella, en teoría, no debería sentir ningún tipo de pudor y en una forma bastante morbosa inconscientemente había asociado esa intemperante faceta con mi autentico nombre.

–Puede que así sea. Me alegra librarte de esa labor así sea por unas escasas horas. –Dije mirándola fijamente a los ojos mientras ella, la más bella de las prostitutas, terminaba de cepillar su sedoso y largo pelo color dorado sentada a unos pocos centímetros de mí.

–Si, en parte me libras de la carga física. Y no es que te lo agradezca, porque en el fondo me haces sentir como si mi cuerpo no te despertara ningún deseo, así fuese muy leve. ¿Cómo crees que se sentiría un chef al haberle dedicado bastante tiempo y esfuerzo en prepararte una suculenta cena y que tu solo te limitaras a pagar y no probaras ni un bocado, dejando enfriar y desperdiciar tan exquisitos majares?... –Pensaba decirle que no era lo mismo, pero sabía que era una pregunta retórica, así que no la interrumpí–. En fin, que estar contigo no significa un absoluto descanso de mi trabajo… –Hizo una pausa, apoyando sus manos sobre su regazo y suspirando profundamente mientras intentaba darle forma de palabras a sus pensamientos–. Contigo, siéndote honesta… me sigo prostituyendo igual, al menos yo lo siento así. Con aquellos hombres me comporto como un recipiente donde ellos descargan momentáneamente sus frustraciones. Pero al menos con ellos con una simple ducha, me vuelvo a sentir blanca y libre de las tinieblas de sus almas. Pero contigo no hago el amor físicamente, es cierto, sin embargo cuando nos sumergimos en el mundo de las palabras y me confiesas los desdichados capítulos de tu vida siento que hago el amor espiritualmente y mentalmente contigo. Y siento como mi alma se convierte en el recipiente de tus desventuras, cada una de ellas mas pesada que se sumergen estrepitosamente al fondo de mi conciencia. Entonces cuanto te marchas la única manera que tengo para limpiarme y sentirme pura de nuevo es llorando… –Se detuvo de nuevo. En esta nueva pausa sus ojos, irremisiblemente, comenzaron a despedir unas escasas, pero significativas, lágrimas amargas. Sentí la imperiosa necesidad de abrazarla y besarla, como si fuera mi obligación consolarla por haberla herido al compartir mi verdadero yo. Pero me detuvo el sentirme, de repente, un verdugo de sentimientos, un encapuchado que al contar cada una de sus afligidas experiencias cercena la luz de los espíritus. No quería hacerla llorar más. Puede que ella se tomara mi consuelo como un acto hipócrita. Y por segunda vez no dije nada– llorando lágrimas… –Al menos tuve la cortesía de ofrecerle mi pañuelo– lágrimas de sangre, ardiente lágrimas de dolor del fondo de mis tristezas ajenas.

Ella enmudeció, miraba al suelo distraída. Quizás contemplando con suma tristeza una vida arrebata, sus sueños frustrados. Deseaba poder ver su pensamiento y contemplar ilusionado la vida que esa mujer se merecía por el simple hecho de haber nacido tan bella. Mirarla era como imaginarse una flor respirar con los cálidos rayos de luz de primavera, como cada pétalo bañado por el rocío matutino se expande y se dilata para sentir el gratificante beso del fugaz amante, como lo es el sol. Una flor inmune al paso del tiempo, una flor que parece que no se marchita. Al imaginar tan poético símil el deseo de observar sus utópicos pensamientos se desvaneció. Era lógico imaginarse como sería la vida que ella desearía tener: cualquiera que no fuera ser el recipiente físico, mental o espiritual de crueles seres como yo.

Los latidos del reloj, gracias al forzado silencio, volvían a resonar reclamando su territorio, su hogar: la habitación. Ella sumida en el viaje atemporal de sus fantasías respiraba con tranquilidad con la mirada perdida en el suelo. Perturbar su universo sin dolor me confería una extraña sensación de desasosiego. Pero, el dejarla vagando por más tiempo en el paraíso de su vida arrebatada solo conseguiría hacerla sentir mas abatida a la vuelta.

Así que, sin pensarlo más, deje a un lado la calidad de egoísta cliente y pase a convertirme en su amigo. Cogí su mano con suavidad y ella, sorprendida al girarse, se encontró con mis labios en un profundo beso afectivo lleno de empatía y respaldo. Un beso de amor. Un beso de almas mutuas, recíprocas. Un beso que ciega a las estrellas. Un beso arrancado de, aquellas, nuestras vidas arrebatadas.

Sin abrir nuestros ojos, saboreando los restos de un beso digno de un largometraje. Nosotros, los protagonistas, nos encontramos inmersos en un fuerte y cálido abrazo, aferrados con firmeza a nuestros torsos. Inamovibles nos quedamos escuchando nuestros latidos compaginándose el uno con el otro, y estos a su vez con los latidos del infinito tiempo representado irónicamente por una minúscula caja de plástico, el pequeño reloj rojo, el tercer habitante de esa pequeña habitación, ahora bastante menos siniestra.

Sin soltarnos por un instante. Acerque suave y lentamente mis labios a su oído y le confesé susurrando que esta noche ella no tendría que llorar. Que yo lloraría por ella. Que yo escucharía esta vez sus desventuras. Que yo sería su recipiente mental y espiritual y que ella solo tenía que abrirse a mí. Todo lo que ella tenía que hacer era dejarse sentir amada.

Así pues, lentamente nos recostamos, sin dejar de abrazarnos, sobre su mullida cama, campo de batalla de contradictorios sentimientos. Y como si fuéramos una sola pesada hoja atraída por la fresca y sanadora corriente de un río, cuyo caudal son litros de alivio, nos dejamos arrastrar sin oponer resistencia. Entonces, empapados en esa sublime paz, ella empezó a contar lentamente su vida y yo, como si fuera una persona nueva, entre dóciles besos y caricias, entrelazado a ella, la empecé a escuchar…

Ciber-ilusión

nte las maravillas informáticas de nuestra época, relucientes y milagrosos instrumentos eléctricos, casi todas las noches me encuentro sentado delante de ellos expresando mis sentimientos a quienes, a pesar de la distancia, les encuentro tan cerca.

Entre todas las palabras que se cruzan por tan plausible medio, muchas de ellas hipócritas, superficiales, triviales, insensibles y hasta estúpidas. Siempre estarán aquellas cargadas de una profunda reflexión sentimental. Palabras que leo, mas de una vez, absorto entre su significado imaginándome la voz que la creó y como dulcemente sus finos dedos las depositaron sobre el teclado para que pudieran ser leídas por mis ojos y escuchadas por mi alma.

Acompañado siempre de la dulce melodía que emana de la trompeta de Chris Botti y el piano que le acompaña, del Dry Manhattan que con mucha delicadeza hago cuando las luces de la ciudad se apagan y el aromático humo del cigarrillo rubio que mis dedos suavemente sostienen. Entonces es cuado me sumerjo en el agridulce placer de charlar con aquel corazón que jamás será mío por amor, con aquel cuerpo que nunca podré poseer en las noches que me restan de vida.

Pero aquello no me impide conversar a solas con aquella dama especial. Que a través de sublimes frases conecta, de alguna manera, nuestras almas y que aceleran gustosamente el ritmo de nuestros corazones cuando intercambiamos por escrito nuestras fantasías. Cuan gozoso es para mi entonces, encontrarme con las respuestas de que tales fantasías, si no fuera por la condenada y cruel distancia, serian saciadas hasta el límite de mis sentidos.

Tal placer, tal éxtasis, tal emoción tan distinta, tan fantasiosa, resultado del despertar diario de mi imaginación gracias a sus siempre bellas palabras. ¡Oh si!, ¡cuanto poder tiene mi solitaria mente!, ¡cuan inmensurable es la capacidad de mis lascivos pensamientos! Todo producto del más elaborado embrujo, un hechizo inconsciente obra de sus continuos halagos, de las soberbias imágenes que me envía y de su afable sonrisa a través de la cámara.

Ahora entiendo, muy a mi pesar, que todo es resultado de una ilusión de querer tenerla a pesar de lo imposible que resultaría tal acción. Es innegable la tristeza que me envuelve al sentirme impotente por no realizar nada mas que el fútil intento de seducirla y enamorarla a través de mis palabras. Cierto es, que soy tan débil como para aferrarme a una leve brisa otoñal como si de una robusta soga se tratase, e intentar convencerme que soy algo para quien su vida es en realidad completa.

A pesar de ello, de ser conciente de mí derrota a manos de los letales puños de la distancia y del destino. Siempre me exaltaré al verla por ese medio, siempre mi corazón latirá más fuerte al ver sus pensamientos trasformados en bits para mi deleite y siempre, aunque nuestros rumbos se distancien mas el uno del otro (si acaso eso es posible), usaré tales contemporáneos instrumentos para escribirle que la amo infinitamente y que la deseo cada noche con el mismo fervor…