Recipiente

l sonido del reloj retumba cada vez más fuerte. Lo suficiente como para hacer retemblar las sombras que me cobijan casi cariñosamente. El espacio entre el tic y el tac del reloj se hace cada vez más amplio. Tanto, que parece que el tiempo, jugando conmigo, se detuviera por completo. Mi mente carente de pensamientos contempla el segundero avanzar inevitablemente. Como si fuera su condena la de hacernos sentir cada vez mas viejos con su infinito y rutinario caminar.

–¿Te he hecho esperar mucho? –la suave voz de la mujer a la que esperaba pacientemente desgarró la inmaculada quietud de la habitación y, como si de magia blanca se tratase, ahuyentó aquellas sombras que poco a poco estaban asediando mis pensamientos.

–En absoluto. –respondí apático esbozando mi mas sincera sonrisa que, en mi caso, no de dejaba de ser una línea bastante exigua.

Pero ella rió. Sabia a la perfección que era lo máximo que mi irrisoria voluntad me permitía sonreír.

–Pues lo siento mucho, de veras. Estaba preparándome para ti. Ya me duché, me perfumé, me maquillé y me vestí con mi mejor lencería. Solo me falta peinarme, en un momentito estoy lista. –Su tono era coqueto, como el de una niña manteniendo una conversación con sus muñecas–. Siempre suelo hacerlo a pesar de que tú nunca me tocas. Ya sabes, el resultado del mismo rito, el de cada noche que me visitas, el que nunca se consuma. –Cambiando repentinamente de tono en sus últimas frases sonaba profundamente resentida. Como si negarme a su cuerpo, aún habiéndolo pagado, fuera la mayor de las deshoras. Curiosamente yo pensaba que debía representarle un alivio, ya que el hecho de no querer acostarme con ella le eximia de lo que para ella era trabajo.

Volví a sonreír, esta vez mirando hacia mi regazo sintiéndome avergonzado. En el fondo nunca me ha gustado hacer sentir mal a una mujer.

–Pero no importa, aún así disfruto de tu compañía. A veces me viene bien un poco de de charla, ¿sabes? La mayoría de los hombres que vienen a mi se sienten tristes y miserables. No lo demuestran porque en eso radica su hombría: en ocultar sus sentimientos. Pero yo puedo sentir, por como me poseen, por la rudeza de sus embestidas, sus jadeos e incluso por sus mudos llantos, que ellos están profundamente abatidos. Puedo ver como sus lánguidas almas lloran a cantaros por dentro. ¿Será un don lo que tengo? Dime Víctor ¿tu que opinas?

Escuchar mi nombre me resultaba incomodo. Siempre había renegado de él. Por costumbre me hacia llamar de diversas maneras y escuchar un nombre tan ajeno como el de Víctor me hacia sentir una fugaz añoranza. A decir verdad no sé porque le dije mi verdadero nombre a ella. Quizás sea que con gente como ella, en teoría, no debería sentir ningún tipo de pudor y en una forma bastante morbosa inconscientemente había asociado esa intemperante faceta con mi autentico nombre.

–Puede que así sea. Me alegra librarte de esa labor así sea por unas escasas horas. –Dije mirándola fijamente a los ojos mientras ella, la más bella de las prostitutas, terminaba de cepillar su sedoso y largo pelo color dorado sentada a unos pocos centímetros de mí.

–Si, en parte me libras de la carga física. Y no es que te lo agradezca, porque en el fondo me haces sentir como si mi cuerpo no te despertara ningún deseo, así fuese muy leve. ¿Cómo crees que se sentiría un chef al haberle dedicado bastante tiempo y esfuerzo en prepararte una suculenta cena y que tu solo te limitaras a pagar y no probaras ni un bocado, dejando enfriar y desperdiciar tan exquisitos majares?... –Pensaba decirle que no era lo mismo, pero sabía que era una pregunta retórica, así que no la interrumpí–. En fin, que estar contigo no significa un absoluto descanso de mi trabajo… –Hizo una pausa, apoyando sus manos sobre su regazo y suspirando profundamente mientras intentaba darle forma de palabras a sus pensamientos–. Contigo, siéndote honesta… me sigo prostituyendo igual, al menos yo lo siento así. Con aquellos hombres me comporto como un recipiente donde ellos descargan momentáneamente sus frustraciones. Pero al menos con ellos con una simple ducha, me vuelvo a sentir blanca y libre de las tinieblas de sus almas. Pero contigo no hago el amor físicamente, es cierto, sin embargo cuando nos sumergimos en el mundo de las palabras y me confiesas los desdichados capítulos de tu vida siento que hago el amor espiritualmente y mentalmente contigo. Y siento como mi alma se convierte en el recipiente de tus desventuras, cada una de ellas mas pesada que se sumergen estrepitosamente al fondo de mi conciencia. Entonces cuanto te marchas la única manera que tengo para limpiarme y sentirme pura de nuevo es llorando… –Se detuvo de nuevo. En esta nueva pausa sus ojos, irremisiblemente, comenzaron a despedir unas escasas, pero significativas, lágrimas amargas. Sentí la imperiosa necesidad de abrazarla y besarla, como si fuera mi obligación consolarla por haberla herido al compartir mi verdadero yo. Pero me detuvo el sentirme, de repente, un verdugo de sentimientos, un encapuchado que al contar cada una de sus afligidas experiencias cercena la luz de los espíritus. No quería hacerla llorar más. Puede que ella se tomara mi consuelo como un acto hipócrita. Y por segunda vez no dije nada– llorando lágrimas… –Al menos tuve la cortesía de ofrecerle mi pañuelo– lágrimas de sangre, ardiente lágrimas de dolor del fondo de mis tristezas ajenas.

Ella enmudeció, miraba al suelo distraída. Quizás contemplando con suma tristeza una vida arrebata, sus sueños frustrados. Deseaba poder ver su pensamiento y contemplar ilusionado la vida que esa mujer se merecía por el simple hecho de haber nacido tan bella. Mirarla era como imaginarse una flor respirar con los cálidos rayos de luz de primavera, como cada pétalo bañado por el rocío matutino se expande y se dilata para sentir el gratificante beso del fugaz amante, como lo es el sol. Una flor inmune al paso del tiempo, una flor que parece que no se marchita. Al imaginar tan poético símil el deseo de observar sus utópicos pensamientos se desvaneció. Era lógico imaginarse como sería la vida que ella desearía tener: cualquiera que no fuera ser el recipiente físico, mental o espiritual de crueles seres como yo.

Los latidos del reloj, gracias al forzado silencio, volvían a resonar reclamando su territorio, su hogar: la habitación. Ella sumida en el viaje atemporal de sus fantasías respiraba con tranquilidad con la mirada perdida en el suelo. Perturbar su universo sin dolor me confería una extraña sensación de desasosiego. Pero, el dejarla vagando por más tiempo en el paraíso de su vida arrebatada solo conseguiría hacerla sentir mas abatida a la vuelta.

Así que, sin pensarlo más, deje a un lado la calidad de egoísta cliente y pase a convertirme en su amigo. Cogí su mano con suavidad y ella, sorprendida al girarse, se encontró con mis labios en un profundo beso afectivo lleno de empatía y respaldo. Un beso de amor. Un beso de almas mutuas, recíprocas. Un beso que ciega a las estrellas. Un beso arrancado de, aquellas, nuestras vidas arrebatadas.

Sin abrir nuestros ojos, saboreando los restos de un beso digno de un largometraje. Nosotros, los protagonistas, nos encontramos inmersos en un fuerte y cálido abrazo, aferrados con firmeza a nuestros torsos. Inamovibles nos quedamos escuchando nuestros latidos compaginándose el uno con el otro, y estos a su vez con los latidos del infinito tiempo representado irónicamente por una minúscula caja de plástico, el pequeño reloj rojo, el tercer habitante de esa pequeña habitación, ahora bastante menos siniestra.

Sin soltarnos por un instante. Acerque suave y lentamente mis labios a su oído y le confesé susurrando que esta noche ella no tendría que llorar. Que yo lloraría por ella. Que yo escucharía esta vez sus desventuras. Que yo sería su recipiente mental y espiritual y que ella solo tenía que abrirse a mí. Todo lo que ella tenía que hacer era dejarse sentir amada.

Así pues, lentamente nos recostamos, sin dejar de abrazarnos, sobre su mullida cama, campo de batalla de contradictorios sentimientos. Y como si fuéramos una sola pesada hoja atraída por la fresca y sanadora corriente de un río, cuyo caudal son litros de alivio, nos dejamos arrastrar sin oponer resistencia. Entonces, empapados en esa sublime paz, ella empezó a contar lentamente su vida y yo, como si fuera una persona nueva, entre dóciles besos y caricias, entrelazado a ella, la empecé a escuchar…

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