En el blog de Jaki esta semana se publicó un artículo que viene a ser un juego de escribir un relato que incluya seis palabras (cine, viaje, amor, literatura, sexo y vida). Me quise animar pero, por una extraña razón, el juego solo es para mujeres. Pero como tanto hombres como mujeres pertenecemos a la misma especie. Y ya que nada nos diferencia (excepto los valores socio-culturales que hemos creado, que nada tienen que ver con nuestra condición de humanos) decidí sumarme al juego sintiéndome invitado también.
Así pues. Aquí esta, para vosotros, el relato de las seis palabras.
Así pues. Aquí esta, para vosotros, el relato de las seis palabras.
Si alguien me hubiera dicho que hoy me perdería en medio del desierto atraído por la esquiva alucinación de una mística mujer deslizándose abajo en una duna mientras mi recién adquirido Dodge Challenger negro está mal salvaguardado entre unos arbustos a la orilla de la carretera, le hubiera sugerido que visitara un psicólogo y me dejara en paz.
Seguramente esa frase suene a tópico de cine. Aquella típica expresión que precede el mismo argumento de cientos de películas: el protagonista nos recordará como llego a tal situación y luego nos mostraría como sale de ella. Seguramente reconocer que caes en un tópico también se ha convertido en un tópico hoy en día. Porque en eso se ha convertido la vida y el existir, en un cúmulo de tópicos que lo cuentan todo pero que ya no valen nada.
Si no es así, cómo me explica alguien que un hombre trabaje durante años, sin establecer contacto con nadie, día y noche para comprarse un Dodge Challenger negro. Y luego intentar cruzar el país de costa a costa, sin ningún objetivo ni metas establecidas. Para poco después abandonarlo y adentrarse, con apenas suministros, en la matriz del desierto esperando ver como se materializa la alucinación de una mujer que solo se detuvo en su retina por un instante mientras conducía.
Qué lleva a un hombre que ha ignorado a millones de almas durante toda su vida a seguir, con tal ofuscación, a través de la aridez e inhóspita nada a alguien que no significa nada más que el anhelo de un contacto inexistente. Por qué ese hombre se embarca en una empresa sin futuro. Qué me impulsa a desear morir en medio del desierto.
Yazco en el pie de una duna cubierto de arena sintiendo que el tiempo se mofa al no moverse. El férvido sol arrasa mi mente que apenas puede respirar. Mis pensamientos son arrastrados por el viento que silba complaciente a mí alrededor arrullándome y consolándome. Dándome a entender que esta es mi parada final, el fin del viaje.
La noche llega y ella no espera nada de mí. Con extremo amor calma mi calor y retira de mi cabeza la corona de espinas de mis tortuosos pensamientos. Se lleva todo lo malo de mí y con ello me deja vacio. Ya no echo de menos mis recuerdos. A pesar de la fatiga y la sed no me siento abrumado por el desespero. Arropado por la arena y con el beso de la luna en la frente ladeo mi cabeza y cierro mis ojos deseando dormir eternamente.
Las estrellas se turnan sobre mí, cuidando mi sueño y compartiendo conmigo historias atemporales que enaltecen mi espíritu. Historias sin principio ni fin, imposibles de explicar con el arte de la palabra. Un género de la literatura que jamás llegará al conocimiento humano, simplemente porque no lo comprenderíamos pero que de igual manera nos colmaría de convicción.
El frío muy lentamente, para evitar que me duela demasiado, va conquistando los terrenos de mi piel. Suspiro mientras sus manos se va apoderando, con ungida dulzura, de mis extremidades cercenándolas centímetro a centímetro. No me resisto, ni siquiera me estremezco, ante el encanto de morir en manos de tan diestro y afectivo amante.
De repente, siento que alguien coge el relevo. El frío comienza a ceder ante un vehemente ardor que se apodera de mí con furia. Despierto, buscado entre la penumbra el motivo de tal fulgor e incrédulo veo como ella se había materializado por fin. Su rostro no traspasaba el umbral de tinieblas que precede al albor. Solo podía ver el brillo de su pelo y su desnuda piel sudorosa mientras se ella se meneaba frenética besando mi sexo. Sentía que de un momento a otro iba a morir ante una sensación similar a quemarse vivo. De un resoplido ella apartó la duna que estaba a mi espalda y se sentó sobre mí. Al penetrarla se empezó a contorsionar y aullar de forma violenta. Con cada embestida, con cada grito el cielo se movía y la luz del amanecer vencía a la oscuridad con igual intensidad. Subyugado ante tal pasión sentía como perdía el juicio. Sus arremetidas cambiaban mi interior dejándome irreconocible. El placer era tan intenso y hostil que me arrastraba a la locura. Mis alaridos comenzaron a unirse a los suyos.
Entre estados de conciencia e inconsciencia logré acabar. Justo después de eyacular, quedando sin energía pero conservando ese calor tan exclusivo, sentí como ella me abrazaba y cargaba conmigo mientras el sueño regresaba e irremediablemente se volvía a apoderar de mí.
Al despertar estaba bajo la sombra de unos arbustos y a mi derecha mi bestia negra continuaba esperándome. Exhausto me levanté y me di cuenta que estaba desnudo. Donde yacía había un colchón de pétalos blancos de onagras de las dunas. Por esta zona a esa flor también le llaman el farol del diablo. Sin detenerme demasiado a pensar en ello busqué a mí alrededor las llaves del coche. Pero no había nada, excepto los pétalos que comenzaba a marcharse con el viento. Con una piedra rompí una luna y cogí las llaves de repuesto que el vendedor me había recomendado que guardase en casa. Pero si no tengo casa, pensé en su momento. Y bien que me hizo no tenerla, pienso ahora. Abrí el maletero y bebí casi por completo un garrafón de cinco litros de agua, el resto me lo eché por encima. Cogí ropa nueva, me vestí y me senté en el coche apartando antes lo trozos de cristal. -Perdona la herida-, le dije. Encendí el motor y me respondió con su habitual ronroneo. Suspiré de alivio y me recliné hacia atrás.
Pensé en lo que había pasado, en como el desierto, en cierto modo, me había purificado. Deseé entonces con toda mi voluntad que el mundo viniera a mí. Para quizá trasmitirle, aunque sea un poco, el calor que ahora se remueve en mi interior. Cerré los ojos y apreté con fuerza el volante. La espera se torna insoportable. El silencio comienza a desesperarme. El bochorno me estrangula. El mundo no llega a mí.
Seguramente esa frase suene a tópico de cine. Aquella típica expresión que precede el mismo argumento de cientos de películas: el protagonista nos recordará como llego a tal situación y luego nos mostraría como sale de ella. Seguramente reconocer que caes en un tópico también se ha convertido en un tópico hoy en día. Porque en eso se ha convertido la vida y el existir, en un cúmulo de tópicos que lo cuentan todo pero que ya no valen nada.
Si no es así, cómo me explica alguien que un hombre trabaje durante años, sin establecer contacto con nadie, día y noche para comprarse un Dodge Challenger negro. Y luego intentar cruzar el país de costa a costa, sin ningún objetivo ni metas establecidas. Para poco después abandonarlo y adentrarse, con apenas suministros, en la matriz del desierto esperando ver como se materializa la alucinación de una mujer que solo se detuvo en su retina por un instante mientras conducía.
Qué lleva a un hombre que ha ignorado a millones de almas durante toda su vida a seguir, con tal ofuscación, a través de la aridez e inhóspita nada a alguien que no significa nada más que el anhelo de un contacto inexistente. Por qué ese hombre se embarca en una empresa sin futuro. Qué me impulsa a desear morir en medio del desierto.
Yazco en el pie de una duna cubierto de arena sintiendo que el tiempo se mofa al no moverse. El férvido sol arrasa mi mente que apenas puede respirar. Mis pensamientos son arrastrados por el viento que silba complaciente a mí alrededor arrullándome y consolándome. Dándome a entender que esta es mi parada final, el fin del viaje.
La noche llega y ella no espera nada de mí. Con extremo amor calma mi calor y retira de mi cabeza la corona de espinas de mis tortuosos pensamientos. Se lleva todo lo malo de mí y con ello me deja vacio. Ya no echo de menos mis recuerdos. A pesar de la fatiga y la sed no me siento abrumado por el desespero. Arropado por la arena y con el beso de la luna en la frente ladeo mi cabeza y cierro mis ojos deseando dormir eternamente.
Las estrellas se turnan sobre mí, cuidando mi sueño y compartiendo conmigo historias atemporales que enaltecen mi espíritu. Historias sin principio ni fin, imposibles de explicar con el arte de la palabra. Un género de la literatura que jamás llegará al conocimiento humano, simplemente porque no lo comprenderíamos pero que de igual manera nos colmaría de convicción.
El frío muy lentamente, para evitar que me duela demasiado, va conquistando los terrenos de mi piel. Suspiro mientras sus manos se va apoderando, con ungida dulzura, de mis extremidades cercenándolas centímetro a centímetro. No me resisto, ni siquiera me estremezco, ante el encanto de morir en manos de tan diestro y afectivo amante.
De repente, siento que alguien coge el relevo. El frío comienza a ceder ante un vehemente ardor que se apodera de mí con furia. Despierto, buscado entre la penumbra el motivo de tal fulgor e incrédulo veo como ella se había materializado por fin. Su rostro no traspasaba el umbral de tinieblas que precede al albor. Solo podía ver el brillo de su pelo y su desnuda piel sudorosa mientras se ella se meneaba frenética besando mi sexo. Sentía que de un momento a otro iba a morir ante una sensación similar a quemarse vivo. De un resoplido ella apartó la duna que estaba a mi espalda y se sentó sobre mí. Al penetrarla se empezó a contorsionar y aullar de forma violenta. Con cada embestida, con cada grito el cielo se movía y la luz del amanecer vencía a la oscuridad con igual intensidad. Subyugado ante tal pasión sentía como perdía el juicio. Sus arremetidas cambiaban mi interior dejándome irreconocible. El placer era tan intenso y hostil que me arrastraba a la locura. Mis alaridos comenzaron a unirse a los suyos.
Entre estados de conciencia e inconsciencia logré acabar. Justo después de eyacular, quedando sin energía pero conservando ese calor tan exclusivo, sentí como ella me abrazaba y cargaba conmigo mientras el sueño regresaba e irremediablemente se volvía a apoderar de mí.
Al despertar estaba bajo la sombra de unos arbustos y a mi derecha mi bestia negra continuaba esperándome. Exhausto me levanté y me di cuenta que estaba desnudo. Donde yacía había un colchón de pétalos blancos de onagras de las dunas. Por esta zona a esa flor también le llaman el farol del diablo. Sin detenerme demasiado a pensar en ello busqué a mí alrededor las llaves del coche. Pero no había nada, excepto los pétalos que comenzaba a marcharse con el viento. Con una piedra rompí una luna y cogí las llaves de repuesto que el vendedor me había recomendado que guardase en casa. Pero si no tengo casa, pensé en su momento. Y bien que me hizo no tenerla, pienso ahora. Abrí el maletero y bebí casi por completo un garrafón de cinco litros de agua, el resto me lo eché por encima. Cogí ropa nueva, me vestí y me senté en el coche apartando antes lo trozos de cristal. -Perdona la herida-, le dije. Encendí el motor y me respondió con su habitual ronroneo. Suspiré de alivio y me recliné hacia atrás.
Pensé en lo que había pasado, en como el desierto, en cierto modo, me había purificado. Deseé entonces con toda mi voluntad que el mundo viniera a mí. Para quizá trasmitirle, aunque sea un poco, el calor que ahora se remueve en mi interior. Cerré los ojos y apreté con fuerza el volante. La espera se torna insoportable. El silencio comienza a desesperarme. El bochorno me estrangula. El mundo no llega a mí.