La noche ha llegado. El bullicio incesante de la ciudad ha concluido. Lejos está el ruido de las bocinas, las conversaciones en la calle, la personas trabajando. La calma llega a la ciudad y a mí. Respiro al mismo ritmo que ella. Nuestros latidos apenas se escuchan. Somos un uno.
Delante mi reposan con la misma calma, hojas de papel ansiosas por devorar palabras y el bolígrafo que les alimentará, una cajetilla de cigarrillos John Player blanco por estrenar y una botella de Marqués de Cáceres recién descorchada. La trompeta de Miles Davis, con tan bajo volumen, apenas es perceptible. Pero aún así su melodía acaricia mi alma con especial dulzura como un pañuelo de seda rojo sangre sobre mi piel. Kind of Blue se llama el disco, Flamenco Sketches la canción.
Es curioso, desde hace mucho tiempo que no enciendo un cigarrillo. No lo hago por la adicción de la nicotina o el efecto tranquilizador que puede otorgarme el aspirar el cancerígeno humo del tabaco. Lo hago para, como en antaño, organizar mis ideas. En cierto modo, al realizar la primera calada, la tormenta de mis pensamientos se disipa. El caos se convierte en orden. Con lo que puedo apilar mis problemas, inquietudes, recuerdos… en el orden que yo desea. Categorizarlos, darles nombre, buscarle solución. De una forma u otra, el cigarrillo solo es una escusa para intentar que mi mente pueda respirar en paz.
Una vez más me encuentro, al igual que cientos de veces antes, en calidad de paciente y psicólogo. Soy quien, con sardónica mirada, contempla al enfermo retorcerse de problemas prosaicos y triviales que poco me importan. Anoto con hastío en mi libreta las miserables desventuras de alguien quien pide a gritos un estímulo. Y soy quien, acostado en un diván, relata, buscando complicidad y compasión de cualquiera, las angustias que creo que son demasiado trascendentes entre los problemas del mundo. Mientras clamo a gritos, con lágrimas de impotencia en los ojos, que éste gire a mí alrededor y se compadezca de mí.
La hora de terapia finaliza, mientras el cigarrillo va por la mitad, y ya los problemas de mi vida han sido identificados. Con especial diligencia, busco soluciones para cada unos de ellos. A cada carpeta le añado, como nota final, cual es la panacea de mi enfermedad. Identifico, anoto, etiqueto y archivo. Una y otra vez repito el proceso para cada uno de mis pensamientos. Mentalmente ordeno el desastre de años. Limpio el polvo, abrillanto cada esquina, cada rincón. Miro satisfecho el resultado de mi limpieza. Me doy unas palmaditas en el hombro y cierro la puerta con anhelo de que al cumplir otro año este cuarto, un universo de contradicciones, este igual de inmaculado.
Al acabar, hago el balance general. Listas mentales de pros y contras de mis objetivos, metas y decisiones tomadas y por tomar. Listas mentales de todo lo que hacer y el tiempo que tardaré en conseguirlo. Listas mentales de objetivos a corto, medio y largo plazo. Listas de ganancias y pérdidas en todas las decisiones de varios años. Es agotador y apenas me queda un cuarto de cigarrillo. Pero me esfuerzo. Trato de ser objetivo, estricto, perfeccionista. Evito a toda costa auto compadecerme. Me digo la verdad y me recrimino por los mediocres resultados de tanto tiempo de dejadez. El sermón que me suelto resuena por todos confines de mi cabeza. Soy cruel, pero me lo merezco. Puedo hacer más y lo sé.
Abro los ojos y el cigarrillo se ha acabado. He logrado enfrentarme a quien es mi mejor aliado pero a la vez mi peor enemigo. Aliviado y suspirando me sirvo una copa de vino y me pregunto por qué no había hecho esto desde hace tanto. No entiendo por qué había dejado ser la víctima del sádico trío sopor, letargo y apatía. Quizá me odiara a mi mismo o quizá no encontraba un estímulo para vivir. No lo sé y tampoco importa. Solo sé que esto me lo debía desde hace tiempo. Organizarme, mentalizarme, darme la ruta a la cumbre, ese es mi regalo. Alzo la copa al aire y digo en voz alta, para mi propio deleite, feliz cumpleaños José. Bebo toda la copa.
Enciendo otro cigarrillo, esta vez para auto complacerme. Vuelvo a entrar dentro de mí sin miedo de esperar otra confrontación. Si hago todo bien, dicha confrontación no será más nunca necesaria. Accedo con ansias adolecentes a donde reside mis sentimientos; el corazón. Me encuentro con la sorpresa de que la maquinaria se ha puesto en marcha después de tantos años en desuso. Me he vuelto a enamorar, pensé. Así que es por esto por lo que he vuelvo a la vida, digo para mí, por el amor. No toco nada, dejo que el mecanismo marche sin trabas ni contenciones. Quiero dejarme llevar por mis sentimientos. Poco importa si son demasiado intensos, si llegan a ser muy placenteros y felices o muy tormentosos y dolorosos. Ellos son los que me indicarán de ahora en adelante si estoy vivo o no, si estoy en coma o despierto.
Se acaba el segundo cigarrillo. Tiró los que quedan a la basura. Me sirvo otra copa de vino y me acerco a la ventana a contemplar mi ciudad que descansa serena de un día entero de esfuerzo. El brillo de la luna se refleja en los cristales de los edificios. Su resplandor dota de un toque onírico a las calles. Lo que antes era tinieblas ahora es luminiscencia. La leve brisa veraniega me invita a explorar todo aquello que está más allá del horizonte. No me lo pienso. La llama en mi interior, avivada por un corazón que vuelve a rugir apasionado, me convence de no perder un minuto más estando inmóvil. Me siento fuerte como un oso, me digo. Me marcho de aquí pensando que solo me resta buscar a mi amada, perderme en su cuerpo, perderme en el mundo... vivir la vida.
Delante mi reposan con la misma calma, hojas de papel ansiosas por devorar palabras y el bolígrafo que les alimentará, una cajetilla de cigarrillos John Player blanco por estrenar y una botella de Marqués de Cáceres recién descorchada. La trompeta de Miles Davis, con tan bajo volumen, apenas es perceptible. Pero aún así su melodía acaricia mi alma con especial dulzura como un pañuelo de seda rojo sangre sobre mi piel. Kind of Blue se llama el disco, Flamenco Sketches la canción.
Es curioso, desde hace mucho tiempo que no enciendo un cigarrillo. No lo hago por la adicción de la nicotina o el efecto tranquilizador que puede otorgarme el aspirar el cancerígeno humo del tabaco. Lo hago para, como en antaño, organizar mis ideas. En cierto modo, al realizar la primera calada, la tormenta de mis pensamientos se disipa. El caos se convierte en orden. Con lo que puedo apilar mis problemas, inquietudes, recuerdos… en el orden que yo desea. Categorizarlos, darles nombre, buscarle solución. De una forma u otra, el cigarrillo solo es una escusa para intentar que mi mente pueda respirar en paz.
Una vez más me encuentro, al igual que cientos de veces antes, en calidad de paciente y psicólogo. Soy quien, con sardónica mirada, contempla al enfermo retorcerse de problemas prosaicos y triviales que poco me importan. Anoto con hastío en mi libreta las miserables desventuras de alguien quien pide a gritos un estímulo. Y soy quien, acostado en un diván, relata, buscando complicidad y compasión de cualquiera, las angustias que creo que son demasiado trascendentes entre los problemas del mundo. Mientras clamo a gritos, con lágrimas de impotencia en los ojos, que éste gire a mí alrededor y se compadezca de mí.
La hora de terapia finaliza, mientras el cigarrillo va por la mitad, y ya los problemas de mi vida han sido identificados. Con especial diligencia, busco soluciones para cada unos de ellos. A cada carpeta le añado, como nota final, cual es la panacea de mi enfermedad. Identifico, anoto, etiqueto y archivo. Una y otra vez repito el proceso para cada uno de mis pensamientos. Mentalmente ordeno el desastre de años. Limpio el polvo, abrillanto cada esquina, cada rincón. Miro satisfecho el resultado de mi limpieza. Me doy unas palmaditas en el hombro y cierro la puerta con anhelo de que al cumplir otro año este cuarto, un universo de contradicciones, este igual de inmaculado.
Al acabar, hago el balance general. Listas mentales de pros y contras de mis objetivos, metas y decisiones tomadas y por tomar. Listas mentales de todo lo que hacer y el tiempo que tardaré en conseguirlo. Listas mentales de objetivos a corto, medio y largo plazo. Listas de ganancias y pérdidas en todas las decisiones de varios años. Es agotador y apenas me queda un cuarto de cigarrillo. Pero me esfuerzo. Trato de ser objetivo, estricto, perfeccionista. Evito a toda costa auto compadecerme. Me digo la verdad y me recrimino por los mediocres resultados de tanto tiempo de dejadez. El sermón que me suelto resuena por todos confines de mi cabeza. Soy cruel, pero me lo merezco. Puedo hacer más y lo sé.
Abro los ojos y el cigarrillo se ha acabado. He logrado enfrentarme a quien es mi mejor aliado pero a la vez mi peor enemigo. Aliviado y suspirando me sirvo una copa de vino y me pregunto por qué no había hecho esto desde hace tanto. No entiendo por qué había dejado ser la víctima del sádico trío sopor, letargo y apatía. Quizá me odiara a mi mismo o quizá no encontraba un estímulo para vivir. No lo sé y tampoco importa. Solo sé que esto me lo debía desde hace tiempo. Organizarme, mentalizarme, darme la ruta a la cumbre, ese es mi regalo. Alzo la copa al aire y digo en voz alta, para mi propio deleite, feliz cumpleaños José. Bebo toda la copa.
Enciendo otro cigarrillo, esta vez para auto complacerme. Vuelvo a entrar dentro de mí sin miedo de esperar otra confrontación. Si hago todo bien, dicha confrontación no será más nunca necesaria. Accedo con ansias adolecentes a donde reside mis sentimientos; el corazón. Me encuentro con la sorpresa de que la maquinaria se ha puesto en marcha después de tantos años en desuso. Me he vuelto a enamorar, pensé. Así que es por esto por lo que he vuelvo a la vida, digo para mí, por el amor. No toco nada, dejo que el mecanismo marche sin trabas ni contenciones. Quiero dejarme llevar por mis sentimientos. Poco importa si son demasiado intensos, si llegan a ser muy placenteros y felices o muy tormentosos y dolorosos. Ellos son los que me indicarán de ahora en adelante si estoy vivo o no, si estoy en coma o despierto.
Se acaba el segundo cigarrillo. Tiró los que quedan a la basura. Me sirvo otra copa de vino y me acerco a la ventana a contemplar mi ciudad que descansa serena de un día entero de esfuerzo. El brillo de la luna se refleja en los cristales de los edificios. Su resplandor dota de un toque onírico a las calles. Lo que antes era tinieblas ahora es luminiscencia. La leve brisa veraniega me invita a explorar todo aquello que está más allá del horizonte. No me lo pienso. La llama en mi interior, avivada por un corazón que vuelve a rugir apasionado, me convence de no perder un minuto más estando inmóvil. Me siento fuerte como un oso, me digo. Me marcho de aquí pensando que solo me resta buscar a mi amada, perderme en su cuerpo, perderme en el mundo... vivir la vida.
Vivir mucho y vivir con gusto es vivir por dos y fruto de la pazBaltasar Gracián. Oráculo Manual
Vivir es sentir la vida; es tener sensaciones fuertes.Henri Beyle, llamado Stendhal. Del amor